Un día llegó el miedo y ya nunca se fue: la lucha de Charles Darwin contra sí mismo
Un joven inglés pasea por el Zoo de Londres. Por el terrario de las víboras cornudas. De repente, una víbora se tira a por él y él, pese a que es plenamente consciente de que hay un cristal entre él y la serpiente, no puede evitar echarse para atrás defendiéndose del ataque. El joven se llamaba Charles Darwin y en 1872 usó está anécdota para ilustrar su idea de que había miedos innatos e irrefrenables.
Mi teoría es que, mientras escribía eso, Darwin no hacía otra cosa que autojustificarse. No es muy conocido, pero poco después de regresar de su famoso viaje por los mares del sur, el naturalista inglés se recluyó en casa (casi por completo) durante el resto de su vida. Es decir, Darwin llevaba más de treinta años inmerso en un extraño trastorno que le persiguió hasta el final.
«¡Viva! ¡He pasado 52 horas sin vomitar!»
“Malestar, vértigo, mareos, espasmos y temblores musculares; vómitos, calambres y cólicos; distensión abdominal y gases intestinales; dolores de cabeza, alteraciones de la visión; ampollas por todo el cuero cabelludo y eczema; sensación de muerte inminente y pérdida de la conciencia, desmayos, taquicardia, insomnio y tinnitus”: esa fue (la mayor parte) de la vida de Charles Darwin hasta que murió con 78 años.
Además de los cinco años enrolado en el Beagle, el Darwin veinteañero llevó una vida llena de viajes y exploraciones, pero al cumplir los 28 años comenzó a sufrir unos ataques de miedo tan intensos que, en muy poco tiempo, lo acabaron confinando en una casa de campo en Kent con su familia.
Es muy difícil diagnosticar a alguien que murió hace más de un siglo, pero hace unos años, dos médicos de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa recopilaron todas las pistas que pudieron de las más de 400 cartas, libros y diarios llenos de anotaciones que Darwin. Y llegaron a la conclusión de que, efectivamente, el trastorno de pánico era el trastorno que mejor encajaba con los síntomas.
Sea lo que fuera, lo que está claro es que ese trastorno le llevó a perder grandes oportunidades (en 1837, rechazó la secretaría de la Sociedad Geológica de Londres porque «en los últimos tiempos, cualquier cosa que me agite por completo me deja perplejo y provoca una violenta palpitación del corazón”), pero también fue lo que le permitió pensar — casi enfermizamente — en cada detalle de su teoría de la evolución. O eso piensan muchos de historiadores.
Vidas de santos
«De no haber sido por esta enfermedad, su teoría de la evolución podría no haberse convertido en la pasión devoradora que produjo ‘el Origen de las especies», decían Russell Noyes y Thomas J. Barloo en un artículo en JAMA de mediados de los 90. No lo podemos saber, claro.
Sin embargo, esto me ha hecho pensar sobre por qué, incluso en casos tan evidentes como el de Darwin, tendemos a reconstruir hagiográficamente a las personas que han hecho contribuciones importantes a la ciencia, la sociedad o el arte. Nos olvidamos de que los genios son también personas y lo peor es que parece que nos olvidamos a propósito.
No obstinamos en no recordar al Darwin real (tan frágil y a la vez tan fuerte), sino a una versión ‘santificada’ del mismo. De la misma forma, nos obstinamos en no recordar al Galileo real, al Newton real o al Einstein real. Es una oportunidad perdida de mostrar la verdadera cara de la ciencia, una que no se alza sobre superhéroes sino el esfuerzo, la pasión y el compromiso con la verdad.
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Javier Jiménez
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