'Interstellar' como parte del canon de la ciencia ficción al más puro estilo '2001': a favor y en contra
¿Puede considerarse a ‘Interstellar’ como parte del «canon» de la ciencia ficción junto a otras películas que definieron el género en su día, como ‘2001’? ¿Es esta película una de las grandes obras maestras del género, de la que hablarán durante las décadas venideras nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos? Para intentar dar respuesta a estas preguntas contamos con nuestros expertos John Tones y Ángel Luis Sucasas, colaboradores habituales de esta casa. Esto es lo que nos han dicho:
Una opinión a favor: Ángel Luis Sucasas
Xataka me ha pedido que escriba sobre ‘Interstellar’. No es, para mí, un asunto banal. La primera vez que vi por completo esta película (también la última hasta que escribí este artículo) estaba acurrucado en mi butaca, llorando desconsoladamente. A mi lado, la persona a la que más quiero, consolándome. Era un momento difícil en mi vida. El futuro se abría con un vértigo aterrador entre todas las posibles vidas a elegir. Y mi gigantesco temor era perder a mi familia por elegir mal.
Solo que, por entonces, yo no tenía familia. No era padre. No era siquiera marido. Era novio y ya. Me había pasado dos años por primera vez verdaderamente lejos de casa. Lejos de mi pareja. Lejos de mis padres. Lejos de mi hermano. Viviendo solo. Lo hice porque debía labrarme un futuro mejor, mejor en el sentido de independiente, libre, mejor en ese sentido que se le ha hurtado a mi generación. Pero a la vez, en elegir labrarme ese futuro, un derecho fundamental, casi diría que básico de dignidad humana, inevitablemente arriesgaba aquello que más quería. En este caso, mi pareja, y mi futuro con ella.
Nadie sabe a priori cómo va a vivir la lejanía de los seres queridos. Nadie lo sabe y quien diga lo contrario, miente. Pero esa lejanía, ese desarraigo, es la emoción más desgarradora que puede vivir un ser humano. Estar lejos de los que amas es incomparable con nada. Incluso con compartir su sufrimiento, porque por infinitamente doloroso que sea, al menos estás allí, a su lado. Estar lejos de los que amas, vivir al margen de su día a día, es una herida constantemente abierta, que te desangra poco a poco.
Creo que la primera vez que ‘Interstellar’ me quebró, me quebró en el sentido de hacerme daño, de provocarme un sufrimiento real y muy visible (testigo eran mis lágrimas) fue en la escena en la que Cooper se despide de Murph. Esta escena. Cuando Cooper susurra al oído de su hija la misteriosa frase que le dijo su madre, ausente tiempo ha, «ahora solo somos recuerdos para nuestros hijos», algo hizo crack dentro de mí. Cuando Cooper le susurró una promesa imposible, «Volveré», y Murph respondió, ahogada, «¿Cuándo?», ese crack fue un desgarro en el alma. Ahí tenía justo frente a mí una ficción que resumía todo mi seísmo interno. «Volveré», me había dicho a mí mismo y a mi pareja. Pero la respuesta relevante nunca es «Volveré». La respuesta relevante es «¿Cuándo?».
Pero eso solo era el primer desgarro. El segundo y el tercero fueron mucho mayores. Inconcebibles. Capaces de proyectarme al futuro y hacerme temer la pérdida de lo que aún no tenía, pero estaba seguro de querer tener: la paternidad; mis futuros hijos. Mi familia. Cuando Cooper entra en la nave después de sufrir la ola gigante, en una escena que creo que está a la altura de cualquier gran momento interpretativo de la historia del cine, se planta frente a su monitor para ver cómo han pasado las décadas en lo que para él han sido horas. Contempla cómo su hijo, que apenas era un muchacho cuando él lo abandonó, lo pierde todo. Todo. Y revienta por dentro de dolor. Yo reventé también.
El tercer momento de via crucis fue, evidentemente, el desenlace. Desde la entrada al teseracto hasta su salida y encuentro final con Murph, ‘Interstellar’ aprieta y aprieta sobre el espectador hasta que la tensión, siempre en mi caso, el dolor por todos esos recuerdos, pasados y futuros, que llevamos dentro, resulta insoportable. Me temblaban las manos, el cuerpo entero, cuando Cooper gritaba agónicamente a su yo del pasado que se quedara allí, que permaneciera al lado de su hija; que no la abandonara. ¿Cómo no sentir el dolor infinito de ese trance, cuando estoy convencido de que todo ser humano que pisa esta tierra ha vivido un momento así, un instante crucial con alguien muy querido en el que se hizo justo lo contrario de lo que el tiempo nos dicta que se debería haber hecho?
La pregunta seminal que Xataka nos ha planteado a John y a mí para este a favor y en contra es si ‘Interstellar’ es una sucesora de ‘2001’ en el canon de la ciencia ficción cinematográfica. Esto quiere decir si ‘Interstellar’ es una de las mejores películas de la historia del cine. Casi podríamos reformular la pregunta así: ¿Es ‘Interstellar’ una de las grandes obras de arte de la humanidad? Porque si la medimos con ‘2001’, ahí ponemos el listón.
Para contestar a esta pregunta, de una magnitud aplastante, me interrogué a mí mismo en cómo podía formular la respuesta. La respuesta en sí, para mí, no tenía doblez o pero alguno: «Sí, rotundamente sí. Lo es. Lo será. Lo seguirá siendo. Para siempre». Pero la formulación de esta respuesta me parecía la clave. ¿Cómo se argumenta? Desde luego, con el mero raciocinio, no basta. Como siempre sucede en el arte, lo subjetivo, lo experiencial, juega un papel capital. Pero también lo juega todo lo que no lo es, lo contextual, lo histórico, lo filosófico. Todo aquello ajeno a la película y a la vez genuino a ella que la hacen relevante o no para el momento concreto en que se alumbra.
Así que mi formulación de por qué creo que ‘Intestellar’ es una de las mejores películas de todos los tiempos, candidata a ser preservada como una obra esencial de la historia de la humanidad, es doble. Por un lado el efecto que tuvo en mí, incomparable, hasta la fecha, al de ninguna otra obra de arte que haya visto. Por otro, las ambiciones y resultados que cimientan el relato; qué aspiraba a contar y cómo lo cuenta.
En un vídeo brillante de ese maravilloso divulgador que es el músico y youtuber Jaime Altozano, se da en el clavo de la dimensión contextual de ‘Interstellar’; de por qué es una película relevante para el tiempo que le toca vivir. Básicamente, Nolan se enfrenta al mayor desafío concebible que puede asumir cualquier narrador, uno a la altura de Homero, Virgilio, Shakespeare, Milton y compañía. El mismo desafío, por cierto, al que quiso enfrentarse Kubrick. Esto es: resolvamos lo humano. Expliquemos a través de la alquimia audiovisual qué es la humanidad. E intentemos vislumbrar a través de lo humano, aquello que nos trasciende; lo inasible. Lo divino. No hay, a poco que se piense, desafío más grande para un artista. Con lo cual, en la lista de debe para considerar a ‘Interstellar’ una de las grandes de la historia de la ciencia ficción, la primera casilla se tacha con un visto. La ambición está a la altura del desafío.
¿Cómo plasma Christopher Nolan esta ambición y qué respuesta a la pregunta de las preguntas, quiénes somos? Aquí, evidentemente, caigo en lo subjetivo, pero hay algunos datos de partida que sí son incontestables. En primer lugar, ofrece una respuesta que consigue un equilibrismo, a priori, imposible: ser espiritual y atea al mismo tiempo.
Nolan es consciente del estado del mundo presente, en el que una parte relevante de la población ha renunciado a Dios. Pero esa renuncia nos ha dejados cojos en cómo llenar ese vacío de significado en el que antes había una figura paterna, a veces terrible y a veces tierna, que velaba por los grandes misterios, fuera revelando su sentido o adueñándose de él y por tanto liberando a nosotros, hombres, de la carga de tan incómodas preguntas.
Durante toda la película se establece que hay una anomalía, denominada como «ellos», que han llegado al rescate de una humanidad agonizante. Son el ejemplo perfecto, casi de abstracción académica, del deux ex machina. Pero cuando hay que resolver ese «ellos», ese «ellos» que en Kubrick era un monolito, o lo que Kant llamaba noúmeno, el misterio que nos desborda y que es por definición irresoluble, Nolan hace una pirueta imposible y transforma el «ellos» en «nosotros».
Cooper se da cuenta en el teseracto que los salvadores de la humanidad son «la humanidad». Que no hay benévolos y ultrapoderosos alienígenas (es decir, dioses; entes incomprensibles y sobrehumanos) velando por nosotros. Que solo somos nosotros quienes podemos salvarlos. Nolan nos dice que ante los tiempos oscuros que ya vivimos toda la responsabilidad (y, también, la esperanza) recae en nosotros. Somos nuestros únicos salvadores.
Hay que pensar hasta qué punto es redentora de lo humano esta afirmación. Joseph Cooper —por cierto, con las siglas J.C., como Jesucristo— simboliza esa epifanía que trae la liberación de la Ciencia y la lleva más allá. Porque, muy bien, la Ciencia mata a Dios, ¿pero en ese vacío de Dios, en esa necesidad del espíritu que todos llevamos dentro, que nos hace algo más que meros organismos reproductores, que nos permite soñar, odiar, amar… en ese vacío, qué nos queda? Nosotros. Nosotros somos la única respuesta que podemos darnos. Lo humano.
En segundo lugar, Nolan envuelve todo este dilema en una proyección de la ciencia sin subrayados. A pesar de tener muchas de las imágenes de la mayor escala y espectáculo que se hayan llevado a la gran pantalla, a la altura de todo lo que puso sobre la mesa Kubrick en ‘2001’, Nolan no se deja fascinar por la imagen en sí, por las tecnofilias o por la visualización de lo imposible (como sí ocurre en el por otro lado inolvidable último capítulo de ‘2001’: Júpiter y más allá).
Nolan no quiere mostrar fantasías de ningún tipo, ni en su narrativa ni en las imágenes que describe. Quiere constatar la naturaleza colosal, desbordante y atemorizadora del Universo —ese tsunami de 100 metros listo para arrasar cualquier intento de vida; esa plaga que va matando poco a poco la agricultura en la Tierra; ese agujero negro que se traga la luz y el tiempo—, pero no quiere dejarse seducir por ese horror. Ese horror es enfrentado con el mejor armamento que ofrece la Ciencia, el análisis de lo que se ve en pos del conocimiento y la supervivencia. Si se puede comprender, se puede vencer; sea el enemigo la gravedad, el tsunami o la plaga.
Y en tercer lugar, Nolan reduce la escala del relato a lo más íntimo y esencial: un padre, una hija. Obsesivamente, bascula toda la experiencia audiovisual a esa dicotomía que encierra a su vez otra decisión binaria y contradictoria: quedarse o marcharse. Al contrario que Kubrick, que olvida por completo a sus personajes para centrarse en la altura colosal del relato, Nolan engarza lo universal con lo íntimo en su escala más minúscula. Apenas dos personas, unidas por el vínculo más fuerte que se da en nuestra especie.
Cómo se perciben estas decisiones depende de cada uno. En mi caso, como conté en el inicio del artículo, fue un shock emocional, uno que me obligó a tener cuatro años la película en barbecho —por más que repetí decenas de veces el visionado de muchas de sus escenas clave— por el miedo físico/espiritual/emocional que me daba enfrentarme a ella. Un miedo de la misma naturaleza al que ahora padezco día a día, unido a la alegría más allá de las palabras que da el vínculo, pues ya experimento en primera persona lo que es ser padre y amar a un hijo.
Pero esa respuesta es visceral y genuina de cada persona. Lo que es universal es que estas decisiones, temas y abordajes fueron tomados por Cristopher Nolan con plena consciencia; independientemente de lo que uno opine del resultado, están ahí. Él quiso hablar de los temas más grandes desde el prisma más pequeño. Kubrick se olvidó de lo segundo.
Y en ese olvido está la última cuenta que engarzar para mí en la defensa del sí, de ‘Interstellar’ como obra cumbre del cine. Nolan es un estudioso y amante de Kubrick confeso —ahí está la espectacular remasterización en 70 milímetros que hizo de ‘2001’—. Pero como todo buen hijo artístico, es también consciente de las fallas del padre y de cómo atacarlas cuando le llegó el momento de rodar su ‘2001’. Nolan, que es un cineasta contradictorio en sí mismo, se dio cuenta de que lo que le faltaba a Kubrick era precisamente su mejor amigo y probablemente único rival en el trono de cineasta más talentoso de la historia: Steven Spielberg. ‘2001’ era colosal, sí; pero apenas sí era humana. Cualquier fotograma de Spielberg desborda humanidad. Un Spielberg que, por cierto, estuvo a un tris de dirigir ‘Interstellar’.
Pero por otro lado también es una refutación a Spielberg, a su ‘2001’ particular y película más personal, la también extraordinaria ‘Encuentros en la tercera fase’. Y lo es, paradójicamente, en el mismo sentido que con Kubrick. A pesar de que ‘Encuentros en la tercera fase’ es una película humana, su protagonista toma una decisión durísima, abandonar a su familia por los prodigios del cosmos, y la toma además festivamente, sin mayores alardes de sentimentalismo por lo que deja atrás. Esto tiene mucho que ver con la propia biografía de Spielberg, con la herida aún abierta del divorcio con sus padres y conque él, por entonces, aún no era padre; el Spielberg padre no podría haber rodado un final así.
Nolan lo entiende en su obra y hace que esa refutación, la segunda a otro de sus más grandes referentes y el único director en la historia del cine con un poder semejante al del propio Nolan sobre el público, sea también tema central de la película. Todo el dilema de Cooper, como lo define Altozano, se centra en esta segunda refutación. Si uno elige el cosmos antes que la familia, y pasa el tiempo suficiente, acabará aullando a su yo del pasado que tome otra decisión.
Así que en su gran abordaje de la ciencia ficción, Nolan decidió maridar a los dos amigos en su propia personalidad artística, que es fría y caliente a un tiempo, reflexiva y visceral; contradictoria. Humana. Y creo que en ese maridaje llevó mucho más lejos que la mera fusión. Encontró su voz más pura y genuina, el tuétano que explica ‘Memento’ pero también ‘El caballero oscuro’, el dolor de Pacino en ‘Insomnia’ y la ambición de Jackman en ‘El prestigio’. Nolan, buscando el «nosotros» en el «ellos» se encontró también a sí mismo.
Historia del cine, historia del mito, historia del hombre universal y del hombre particular, el que tiene nombres y apellidos. Tú, lector. Yo. Yo en 2014, con mis dudas anudadas al espíritu sobre el futuro. Yo, desnudado de esas dudas por una obra de ficción, por el «¿Cuándo?» ahogado de una niña a su padre. Yo, llorando con mi pareja abrazándome cuando ya no quedaba nadie en la sala. Yo, decidiendo mi futuro, un futuro que Cooper gritaba a viva voz a su hija: «Quédate».
Así se queda también, no me cabe la menor duda, ‘Interstellar’ en la historia del cine. Esencial. Desgarradora. Esperanzadora. Humana.
Una opinión en contra: John Tones
Con la excepción de los haters de Nolan (una ocupación muy respetable, pero algo estéril: hasta en su peor cine, como la irregular trilogía del Caballero Oscuro, brilla el talento indiscutible de un cineasta obsesionado hasta extremos obsesivos con la imagen y sus posibilidades), todos podemos estar más o menos de acuerdo en que ‘Interstellar’ es una película fuera de lo común. ‘Interstellar’ brilla por su ambición y seriedad en tiempos de ciencia-ficción audiovisual inflada de pretensiones pero donde los hallazgos genuinos escasean (me vienen a la cabeza las aportaciones de Ridley Scott a su propia franquicia de ‘Alien’: las comparaciones con la original son como para echarse a llorar).
Por eso aunque ‘Interstellar’ sea una película cuidadísima en los aspectos formales (algo que no salva por sí misma a ninguna obra artística), no resulta suficiente. Es cierto que se detecta en el film una pretensión de cuidar al máximo determinados aspectos relacionados con el reflejo en pantalla de teorías científicas reales, como las conjeturas acerca del aspecto que tiene el interior de un agujero negro. (Por cierto, a pesar de ello la NASA hizo declaraciones acerca de la nula relación que había tenido con el desarrollo de la película, lo que explica la visión escasamente científica y altamente emocional que se tiene de la exploración espacial, donde se envían misiones suicidas tripuladas a otros planetas, y a ver qué pasa).
Y también es indiscutible el exquisito dominio de la narración meramente visual de Nolan (como en el empleo de la falta de sonido, el vacío total, como elemento expresivo), pero nada de ello basta para justificar el ostentoso cartel de «obra total de la ciencia-ficción» que, quizás con cierto apresuramiento, se le ha otorgado (el tiempo, paradójicamente, es una variable importante a la hora de adjudicar estos honores). Mucho menos teniendo en cuenta que la ciencia-ficción es el género de las ideas, precisamente aquello de lo que va justita ‘Interstellar’, que a menudo funciona más como un melodrama en el espacio con molesta fanfarria de Hans Zimmer incluida, y que se superpone sobre los diálogos hasta el punto de hacerlos inaudibles. O dicho de otro modo: a Nolan le interesa más contar como Cooper supera sus problemitas como mal padre y viudo doliente que el tema secundario de salvar a la especie de la extinción, y hacer que sus responsables nos importen en el proceso.
Y eso que ese dominio de la narración audivisual, que debería tomar el relevo cuando el lenguaje abstracto del género en su vertiente literaria no es suficiente, tiene hallazgos extraordinarios. Por ejemplo, la visualización de los planetas, no muy sensata desde el punto de vista científico (¿cómo se forman esas olas en un planeta en la que el agua llega por los tobillos?), pero fascinante desde lo plástico. O la plasmación de la crisis terrestre, también entre los hallazgos sensoriales de la película, ya que sin necesidad de entrar en tremendismos postapocalípticos y con solo unas pocas pistas (el polvo, el incendio en la lejanía, el extraño color del cielo) se transmite muy bien la idea de una Tierra amenazada.
Sin embargo, los problemas empiezan desde la misma definición de los protagonistas. Es algo común en muchas películas de Nolan: los personajes son a veces meros monigotes para soltar información, y tienen unas relaciones que funcionan solo porque las verbalizan, no porque se vea. Pasa aquí con la devoción de Murph por su padre, definida a hachazos, y a la que no ayuda esa interpretación tan poco empática de Matthew McCoughnagey.
Esa relación es simplemente un resorte para que la película avance y no tiene credibilidad, como demuestra la inexistente relación del astronauta con su otro hijo, o lo vaguísimamente que está definido su personaje, tan dispuesto a dejarlo todo para salvar a la Humanidad como a arruinar la misión para volver con su hija. Lo que lleva a esa espantoso epílogo en el que padre e hija se reencuentran después después de una auténtica odisea y lo único que hacen es darse las buenas tardes y poco más. Y luego, ella le dice que le deje tranquila y que se vaya a rescatar a la chica ésta, que tiene pinta de que le gusta. Espera… ¿qué? Aunque también es comprensible que quiera mantener a su padre a distancia, después de que para despedirse, Cooper le haya dicho que cuando vuelva de su viaje tendrán la misma edad.
No son los únicos personajes descritos de forma que va entre lo arbitrario y lo esquemático. También Matt Damon funciona en esa onda, con un personaje extremado, que parece que está ahí para insuflar al relato algunas sensaciones básicas para que el espectador medio no desconecte de tanta abstracción, pero que contemplado con cierta frialdad no tiene demasiado sentido. ¿Realmente hace falta que asesine al personaje de Cooper? De acuerdo en que está loco pero veinte minutos de comportamiento errático en una película que no es precisamente ‘Jason X’ (¿o sí?) no tiene demasiado sentido.
Pero el peor de todos los personajes es el de Anne Hathaway, que comentaremos más adelante porque su gran pecado es reventar en parte (o más bien, dejar patente) el auténtico y muy limitado valor de ‘Interstellar’ como película de género. En el apartado positivo es inevitable mencionar lo bien escrito que está y lo genuinamente divertido que es el robot TARS (no divertido porque su interpretación sea chocante, que es lo que le pasa a McCoughnagey, sino que tiene diálogos realmente simpáticos y reveladores), significativamente el personaje más carismático de la película. La interacción con el solemne protagonista, algo pasado en cuanto a intensidad arbitraria, es quizás el hallazgo más sencillo y honesto de la película, pese a que la sombra de HAL, en este caso, sea alargadísima.
Ni ciencia ni ficción
Estos son solo algunos de los problemas de ‘Interstellar’, que serían fácilmente soslayables si la pelícla fuera una mera aventura galáctica. Pero ‘Interstellar’ se ve claramente a sí misma (las coincidencias argumentales y estéticas son demasiadas como para pasarlo por alto) como una heredera de ‘2001: Una odisea en el espacio’, y en ese sentido, la película de Kubrick vence sin problemas en términos de ciencia-ficción canónica. Es en esos términos donde naufraga (en algunos momentos, estrepitosamente) la película de Nolan.
Y como decimos, los problemas los resume perfectamente el personaje de Anne Hathaway: dejando de lado los dramas de Nolan para componer personajes femeninos de entidad y que no sirvan simplemente para apuntalar o justificar los conflictos de los masculinos, Hathaway tiene la escena más ridícula de la película cuando se emperra (y se enemista con Cooper por ello) en acudir a un planeta a buscar a su novio.
El tópico más arrastrado de la mujer como pesada hiperemocional que fastidia los juegos de los chicos, aquí en todo su esplendor, pero con una coletilla: se carga las pretensiones de la película de moverse en términos de ciencia-ficción cuando plantea que «el amor puede ser una de las grandes fuerzas que mueven el cosmos». No solo ya hace tiempo que pasó que superamos ‘El quinto elemento’, que tomaba justo esa idea por bandera, sino que Nolan maneja aquí conceptos propios de comedia romántica sobre solteros neoyorquinos condenados a enamorarse.
Por supuesto, no tengo nada en contra de la ciencia-ficción humanista: la buena ciencia-ficción lo es siempre, empezando por ‘2001’, y siguiendo por ejemplos tan significativos como las novelas de Asimov o Ray Bradbury, profundamente interesados en los humanos y sus querencias, o desde una perspectiva más fría pero igualmente empática, ‘Solaris’ (tanto el original de Lem, otro humanista con retranca, como la película de Tarkovsky, gélida en apariencia pero devota del alma humana). En cualquier caso, lo que no hace nunca la buena ciencia-ficción es descuidar la ciencia (salvo que estemos en el resbaladizo terreno del space opera, pero ahí ya habría que entrar a discutir si una historia de «Aventuras por los planetas» es realmente ciencia-ficción o es otra cosa, y hemos venido aquí a hablar de ‘Interstellar’).
Que quede claro también que la ciencia-ficción disparatada, demencial o imposible no solo no me parece mal, sino más bien todo lo contrario. Pero estaremos de acuerdo en que esa no es la intención de Nolan y en ‘Interstellar’, por desgracia, se desprecia la ciencia demasiado a menudo. O al espectador. O a ambos: sucede cuando uno de los astronautas explica a otro, en un tono de programa divulgativo para chavales, cómo funciona un agujero de gusano. Eso ya sería inadecuado, pero es que se lo están explicando al «mejor piloto espacial del mundo»… ¡cuando están a punto de entrar en uno! No es que se subestimen las tragaderas del espectador: es que ese guión está, sencillamente, mal planteado.
Y con esa irritante incapacidad para estar a la altura de esa ciencia-ficción seria con la que pretende alinearse, ‘Interstellar’ naufraga del todo en su tercio final, con ese escenario ridículamente banal tras los libros (en su descargo: no había manera de visualizar eso sin que pareciera un almacén vacío, aunque el truco le funcionó mucho mejor al propio Nolan en ‘Origen’). O con esos mensajes en binario de Cooper para decirse a sí mismo que no se vaya, o para transmitirse las coordenadas de una base de la NASA que, vaya vaya, está a un tiro de piedra de la granja. Qué conveniente. Al final éramos nosotros mismos enviándonos mensajes desde el futuro, lo que desde un punto de vista meramente narrativo, da algunos problemas: si Cooper triunfa, qué necesidad.
‘Interstellar’ se ha molestado en documentarse sobre agujeros de gusano (y luego reducirlo a la metáfora del papel doblado, otra vez), pero luego se inventa planetas con gravedad habitable cercanos a un agujero negro, o un tipo de agujero negro menos peligroso que el que conocemos (!!!), hace que un personaje respire aire con amoniaco durante varios minutos, y recurre al viejo deus ex machina de «la ciencia incomprensible para el espectador lo explica todo». Murph adulta soluciona la ecuación que ha tenido en jaque a la NASA durante años desarrollándola en una pizarra y poco más. La película sabe que es un problema sin solución y por eso… no lo soluciona: su padre le da algunas pistas que tampoco conocemos, beso al chico, gritos irónicos de «eureka» y una elipsis algo bochornosa al superfuturo para olvidarnos un poco de todo ello, porque si la NASA no lo ha solucionado… ¡tampoco se lo pidamos a Nolan!
Si os dais un paseo por mi cuenta de Letterboxd, veréis que a esta revisión de ‘Interstellar’ le he colgado cuatro estrellas como cuatro soles (negros), lo que puede parecer que no tiene demasiada relación con todos estos problemas que acabo de destacar. Pero volviendo a mis primeras reflexiones, lo cortés no quita lo valiente: como apuesta por una ciencia-ficción distinta, más calmada y realista, el proyecto tiene valor. A veces, hasta consigue su objetivo: el talento para enhebrar imágenes majestuosas de Nolan está fuera de toda duda, y cuando está inspirada, ‘Interstellar’ es épica y emocionante. Como álbum de cromos es sensacional, y como aficionado a la ciencia-ficción: un robot haciendo chistes sobre las paradojas del humor a mí ya me va bien. Pero… ¿merece, solo gracias a eso, entrar en el canon de la ciencia-ficción?
Tranquilo, HAL. Tu trono sigue firme e inamovible.
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